En
algún lugar del Cáucaso o de las riberas del Mar Negro, hace unos cinco mil
años, en una lengua que nadie conoce pero de la que han quedado rastros en
otras lenguas que sí hemos conocido y que ahora llamamos indoeuropeas, alguien
empezó a usar un modo verbal que no hacía referencia a lo que había ocurrido en
el pasado o en el presente o en el futuro, sino a un hecho que no había
sucedido aún pero podría suceder, es decir, a un hecho que no ocurría ni en el
pasado ni en el presente ni en el futuro, sino en una especie de tiempo
ondulante que mezclaba pasado y presente y futuro porque iba a la vez hacia
delante y hacia atrás y en realidad no se situaba en ningún punto determinado.
Y en vez de decir “Dame este plato ahora”, ese hablante de hace cinco mil años
dijo “Que alguien me dé este plato”. Y así, ese hablante que nunca conoceremos
creó una especie de tiempo conjetural que tenía que ver con los deseos y las
esperanzas, pero también con las dudas y con las posibilidades de la realidad
que no sabíamos si podían cumplirse o no. Muchos años después, los gramáticos
lo llamaron el modo “irrealis”, el modo irreal. Era el modo subjuntivo de los
verbos.
algún lugar del Cáucaso o de las riberas del Mar Negro, hace unos cinco mil
años, en una lengua que nadie conoce pero de la que han quedado rastros en
otras lenguas que sí hemos conocido y que ahora llamamos indoeuropeas, alguien
empezó a usar un modo verbal que no hacía referencia a lo que había ocurrido en
el pasado o en el presente o en el futuro, sino a un hecho que no había
sucedido aún pero podría suceder, es decir, a un hecho que no ocurría ni en el
pasado ni en el presente ni en el futuro, sino en una especie de tiempo
ondulante que mezclaba pasado y presente y futuro porque iba a la vez hacia
delante y hacia atrás y en realidad no se situaba en ningún punto determinado.
Y en vez de decir “Dame este plato ahora”, ese hablante de hace cinco mil años
dijo “Que alguien me dé este plato”. Y así, ese hablante que nunca conoceremos
creó una especie de tiempo conjetural que tenía que ver con los deseos y las
esperanzas, pero también con las dudas y con las posibilidades de la realidad
que no sabíamos si podían cumplirse o no. Muchos años después, los gramáticos
lo llamaron el modo “irrealis”, el modo irreal. Era el modo subjuntivo de los
verbos.
Y ese modo verbal que nos sitúa en el terreno de lo que “no” ha ocurrido nunca
pero podría ocurrir –o quizá sólo sea posible si se dan determinadas
circunstancias– es uno de los más grandes logros de la inteligencia humana.
Toda literatura, toda creación verbal, cualquier poema, cualquier relato, está
escrito en realidad en el modo subjuntivo, porque nos habla de algo que no ha
sucedido en ningún momento, aunque quizá mereció suceder, o estuvo a punto de
suceder, o tal vez sólo quisimos que sucediera y por eso ya alcanzó un mínimo
grado de realidad. Es el modo que designa lo irreal. El subjuntivo “irrealis”
del protoindoeuropeo.
Una lengua que disponga de las posibilidades expresivas del subjuntivo es una
lengua que está mucho más capacitada para captar las infinitas modulaciones de
lo real, pero los hablantes de esa lengua corren el peligro de acostumbrarse a
pensar de una forma que reniegue de lo real y se refugie en lo puramente
hipotético o conjetural, como hace el subjuntivo. Y tengo la impresión de que
los habitantes de este fragmento de la corteza terrestre nos hemos instalado de
forma permanente en el modo subjuntivo. Los hechos de la vida ya no se dividen
o clasifican en pasado, presente y futuro, sino en ese nebuloso modo verbal que
formamos con deseos y nociones y posibilidades que nunca sabremos si van a
cumplirse, aunque a nosotros nos gustaría que sí se cumplieran. Y leyendo los
titulares informativos, los análisis, las opiniones, los comentarios de los
blogs, las pancartas de las manifestaciones, los gritos, las consignas o
algunas declaraciones de políticos, uno llega a la conclusión de que estamos
hablando en ese modo “irrealis” del protoindoeuropeo, un modo que no sirve para
la verdad sino para la verdad hipotética que nos interesa a nosotros. Y por eso
confundimos lo que es nuestro deseo o simple capricho con lo que es real, y nos
negamos a aceptar los hechos incuestionables, y cambiamos a nuestro antojo el
significado de las palabras que usamos.
Sólo así se explica que alguien pueda decir –alguien medianamente cuerdo, se
entiende– que estamos volviendo a los tiempos del franquismo o que estamos
viviendo el exterminio del catalán, cuando no ha habido un momento en nuestra
historia en que el catalán haya tenido más hablantes, lectores, profesores y
personas capacitadas para leerlo y escribirlo de forma correcta. No negaré que
el catalán es una lengua pequeña en número de hablantes que está obligada a
convivir con una lengua que hablan más de cuatrocientos millones de personas, y
que eso supone una amenaza siempre presente. Eso está claro. Pero tampoco se
pueden llevar las cosas al extremo de decir que se está produciendo un
exterminio lingüístico o que estamos volviendo al franquismo, con mucho ruido
de fondo, eso sí, de tambores y xirimies. Cuando hay gente que hace dos o tres
años vivía en una cierta abundancia y ahora tiene que ir a buscar comida a los comedores
sociales, habría que medir las palabras con un poco de cuidado. Si lo pensamos
bien, “exterminio” y “franquismo” son dos palabras que no tienen ninguna
conexión con la realidad actual. Decir eso es hablar en el modo “irrealis” del
protoindoeuropeo. Y ya me estoy preparando para la catarata de insultos que
recibiré sólo por haberme atrevido a decir algo tan simple como esto. Algo que,
por lo demás, casi nadie se atreve a decir en público, aunque lo piense mucha
gente.
Por suerte, el historiador palmesano Josep Massot i Muntaner acaba de ganar el
Premi d’Honor de les Lletres Catalanes. No ha habido un solo libro de Massot i
Muntaner que me haya decepcionado o me haya aburrido, y nunca he leído nada
suyo que no me aclarara algún punto oscuro de nuestra historia o que no me
sirviera para iluminar de alguna forma el misterio de quién soy. Y por haber
leído y estudiado los libros de Massot i Muntaner sobre nuestra guerra civil y
sobre la postguerra, me molesta que se use con tanta ligereza la palabra “franquismo”
aplicada a situaciones que nada tienen que ver con él. Es bueno que en estos
tiempos de abuso del subjuntivo se reconozca el valor de un historiador que
escribe usando con maestría los dos únicos tiempos verbales que permite la
Historia rigurosa: presente y pasado. Y nada más. Y nada menos.